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Número:46 | Fecha: Marzo 2006
 




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Maestros: un ejército contra la ignorancia

 

 

Versión estenográfica: Norma Amador / David Hernández
Fotos: Constantino Campos Hernández / cortesía

Mil gracias por recibirme aquí, mil gracias por permitirme una vez más expresar mi admiración, mi reconocimiento incondicional a quienes son, desde luego, los labradores más importantes de nuestro país: me refiero a los maestros.

He tratado de escribir muchos textos o mejor dicho, los he escrito en torno a la figura de un maestro. En esos personajes inventados está la sombra de los profesores que, por fortuna para mí, tuve la oportunidad de encontrar a lo largo de mí vida.

No fueron todos, pero los tres o cuatro que encontré desde primaria hasta la facultad, fueron decisivos para mí. Me enseñaron ese mundo mágico donde ocurre la mayor, la más notable, el más extraordinario de los hechos, la más milagrosa de las siembras; me refiero justamente a la posibilidad de que, con unas cuantas palabras, pueda sembrar en la mente de una persona el interés, el deslumbramiento, la fascinación por lo que uno puede hacer con algo tan sencillo como lo es una serie de letras cabalgadas y una serie de signos que a veces se nos revelan porque nos parece difíciles e incompresibles: los números.

En la memoria de todos hay un retrato de familia maravilloso, en ese retrato están nuestros padres, nuestros hermanos, tíos, los abuelos e inclusive los vecinos estaban presente en ese retrato que llegó a formar parte de nuestra historia.

En ese retrato familiar imaginario —y que nunca terminamos de revelar— están también todas esas presencias que llegan desde fuera y que forman parte del mundo. Y hay que celebrar cuando los escritores, los autores de los primeros textos llegan a integrarse con su estilo y con su nombre a ese álbum familiar.

En el centro del álbum, no sé si ustedes estén de acuerdo conmigo, siempre está la figura de un maestro o las figuras de los maestros que fueron importantes para nosotros; el detalle preciso de una fisonomía se queda para siempre dibujado. Ese lunar de la maestra que aparece en mi cuento es de una maestra de música que tuve en el segundo año de primaria en una de las escuelas más prodigiosas de cuantas puedo haber visitado, me refiero a una escuela en Azcapotzalco y que conserva el nombre de “José Arturo Pichardo”.

Lamentablemente no conserva la arquitectura, creo que esa casa era una de las más hermosas de la Ciudad de México. Estaba hecha de cantera, tenía escaleras, sótanos que eran muy misteriosos y fascinantes para nosotros, era una escuela un poco loca. Había sido casa de campo, dicen, de Benito Juárez, pero nunca se nos aclaró realmente si era verdad o no; lo único que les puedo decir es que esa casa se convirtió en una escuela a donde llegamos hijos de obreros, campesinos, de desempleados.

Mi condición era la de un emigrante del campo y nunca había visto un parque, escaleras altas, fuentes de piedra de cantera y desde luego, nunca había visto un edificio tan hermoso donde hubiese en un salón los primeros frescos que vi en mi vida. Ustedes no se imaginan mi impresión después de haber vivido en el rancho y en el pueblo donde todas las imágenes que veíamos eran las de las iglesias; donde los cuerpos desnudos de las ánimas están amenazados por las llamas del infierno.

No saben lo que fue ver en uno de los muros del salón de quinto año, donde estaba mi hermana y yo fui de visitante, una serie de ninfas y de faunos semidesnudos velados por telas muy ligeras que dejaban expuesta la belleza del cuerpo humano. Un cuerpo sano, hermoso, radiante, cantarín, primaveral dado al placer y a la dicha.

La impresión fue tal que la maestra me tuvo que explicar que eran unos personajes maravillosos. Yo no entendía absolutamente nada, no entendí que eran faunos, ni que estaban tocando el caramillo, ni nada por el estilo, pero sí entendí la belleza, la armonía en una composición artística, y le agradezco a mi maestra que seguramente ni siquiera sabía mi nombre. A esa maestra, porque no era mi maestra, que me haya entendido.

La maestra de música tenía ese lunar. La practicante se llamaba Aurora y olía a agua de maja, al perfume que ustedes conocen como agua de maja. Era una mujer que llegaba tímidamente. Todos odiábamos siempre a los practicantes por una razón: porque nos quitaban del lado de nuestra maestra o maestro, venían a romper esa intimidad mágica que se crea entre el profesor que está detrás de su escritorio, con el pizarrón y la lista de asistencia para ver quién se portó bien o mal; quién dijo la lección o quién no.
Llegó la maestra Aurora y decidimos hacerla pedazos a como diera lugar porque venía a interrumpirnos, además llegaba como pidiendo disculpas por estar ahí. Yo creo que entendió muy bien nuestra situación porque poco a poco, no solamente se fue ganando nuestra atención y nuestro interés por escucharla, sino también por conocer algo de su vida. Cuando terminaba la clase y la señora Brígida, que era una feroz carcelera que no nos dejaba salir y siempre nos estaba regañando, nos permitía abrir la reja, salíamos a dejarla a la esquina para que tomara el tranvía.

En aquel lapso brevísimo, la maestra me llegó a contar algunas cosas de su vida, entre otras, que no era de aquí, que estaba internada y que comía en un comedor familiar número no sé qué cosa.

Cuando la maestra terminó su periodo de prácticas con nosotros y se fue, yo creo que todos la lloramos como una pérdida terrible. Era una mujer que tenía gracia para contar, era muy atenta con nuestra caligrafía, le interesaba mucho que contáramos. Ella nos decía: ‘ustedes tienen que aprender a usar el lenguaje, tienen que aprender a contar las cosas que ven para que se comuniquen con otros seres humanos, pues es el principio de la literatura, para eso sirve la literatura, para eso sirve contar cuentos, para hacer que la vida de seres reales o imaginarios se convierta en realidad para otras personas´.

Cuando se fue quedé muy apesadumbrada y, aunque han pasado muchísimos años, lamento no haberle preguntado cuáles eran sus sueños, dónde quería terminar.

Toda esta historia que yo les estoy contando resumida en una escuela de Azcapotzalco, tal vez comenzó en un salón de adobe apenas pintado con cal. En el rancho donde yo me crié algunos años de mi infancia.

Era un rancho donde no había gran cosa, donde la sequía lo había tomado absolutamente todo, donde la familia completa y los trabajadores vivíamos mirando el cielo en espera de las nubes que nunca se detenían para dejar caer su carga sobre la tierra árida y seca que, sin embargo, mi padre trabajaba con el tesón del apasionado que está completamente enamorado de su dios.

Su diosa fue la tierra, y la tierra fue la diosa que lo acompañó hasta el último momento de sus sueños. Lo importante de ese rancho es que había una capilla, y los restos de algo que, me imagino, había sido el casco de una hacienda. Nosotros no vivíamos obviamente en esa hacienda sino en cuartos construidos por mi padre de la manera más elemental; unos cuartos que eran como ese dibujo que uno hace la primera vez que le dan un cuaderno y un lápiz: la clásica casita con un puerta, una ventana, un techo de tejas y desde luego, una chimenea que uno nunca tiene, pero en la que siempre se sueña.

A ese salón de clases una vez me invitaron. Era yo muy niña, de tres o cuatro años, y llegó una profesora con la cartilla. Durante mucho tiempo conserve aquél libro que tenía la figura de una mujer muy mexicana en la portada, con una bandera tricolor.

No olvido los ejercicios de caligrafía, la forma en que nos sugería que encabalgáramos las sílabas y sobre todo, no olvido algo terrible y maravilloso para nosotros. Cuando los mayores, los hijos de los otros campesinos salían de la clase, nos íbamos con nuestro libro, a mí me tocaba uno pero no me correspondía realmente porque yo no era alumna, nada más me lo prestaban. Hacíamos la travesura más atroz y terrible que se puedan imaginar, aunque para nosotros era un juego: cazar mariposas.

En el rancho las había azules, amarillas, anaranjadas, todas nos llamaban la atención menos las negras. A las negras las protegía su fealdad, su aparente fealdad las protegía de nuestra insensatez, las atacábamos con un cedazo, a veces con la resortera de los muchachos mayores, y cuando lográbamos atontar a una mariposa la metíamos entre las páginas del libro y nuestra diversión era poner las manos sobre las páginas hasta que oíamos el ‘crack´ que indicaba que la mariposa se había convertido en parte del libro. Lo guardé durante mucho tiempo y muchas veces he pensado en escribir un cuento donde, justamente, un día abra ese libro y las páginas que quedaron marcadas con la esplendorosa belleza sacrificada de las mariposas, vuelen con ellas hasta el infinito, hasta el sitio donde un niño necesite justamente que caigan en sus manos esas páginas.

Podría contarles infinidad de historias que tienen que ver con los maestros, historias que he vivido como una ciudadana común que se ha beneficiado con el mayor don que nos puede dar este país —aparte por supuesto de la libertad— y es la escuela laica y gratuita. Creo que cuando se tiene esto hay todas las posibilidades para todos.

Comprendo perfectamente bien, como lo he dicho en ese cuento que se acaba de representar parcialmente, que cuando uno llega a la escuela sin comer, sin desayunar, con el agravio de la violencia intrafamiliar o con la fatiga del trabajo o con el desgaste que implica salir de una familia donde hay problemas económicos muy serios, es muy difícil aprender; es muy difícil concentrarse, es muy difícil no quedarse dormido. Pero hay algo importante: que aún entre sueños, en medio del cansancio, podamos ver la presencia del maestro y oír, simplemente oír su propuesta nos puede salvar la vida, y no crean que estoy mintiendo.

He ido a todo tipo escuelas como periodista, afortunadamente para mí. Es un área que me interesa mucho. He ido a escuelas que están hechas con trapos en la zona conurbada, y no crean que es una manta o una lona, no, son trapos que las personas aportan para poder figurar los techos, palos de cualquier cosa, escobas o partes de un mueble sirven para apuntalarlos y, desde luego, los niños llevan cubetas o piedras para poder sentarse y ver lo que el maestro intenta escribir en un pizarrón que literalmente es la sombra o el fantasma de un pizarrón porque no existe, está totalmente deteriorado.

Pues en una de esas escuelas escuché a un niño que nunca he vuelto a encontrar, pero que no olvido. Cuando les pregunté cuáles eran sus sueños, pues muchos me dijeron: ‘yo quiero ser policía, porque los policías ganan mucho dinero´, otros me dijeron: ‘yo quiero ser bombero, porque están en sus cañones que son muy bonitos y la gente los aplaude´. Y un niño, quizá el menos afortunado, me dijo: ‘pues en realidad, pensándolo bien, a mí gustaría ser Presidente de la República´.

Le pregunté: ‘bueno, ese es un trabajo muy duro, te faltan muchos años´.

“Sí, me voy apurar mucho a estudiar. Yo quiero ser Presidente de la República porque todo lo que rodea a esta escuela es lodo, basura y porquerías. Mi mamá adora las flores y está enferma, nosotros aquí no podemos tener flores, no hay agua suficiente para regarlas, por eso yo tengo que apurarme para que antes de que ella se muera, esto se convierta en un campo maravilloso donde puedan aparecer la flores con que ella sueña”.

Esa es la razón por la que un niño quería ser presidente. Pienso que hoy, quienes están aspirando ha gobernar este país, podrían pensar de la misma manera y aplicar este sencillo principio a su aspiración brutal por llegar al poder. Si todos quisieran convertir en un vergel los espacios donde están privando la justicia, la intolerancia, la represión, la ignorancia, la enfermedad, la falta de respeto a los derechos humanos —porque finalmente la armonía de los derechos están en una rosa— creo que tendríamos mejores candidatos.

Yo no sé cuántos de ustedes aspiren a ser Presidentes de la República, no sé cuántos de ustedes militen en un partido político; lo único que les quiero decir es que ustedes son militantes del mejor partido que puede haber, son integrantes del mejor ejército. Ustedes forman personas, trabajan con su alma y con su inteligencia, llega a sus manos un niño que es él, pero también es su familia, es su historia, y la sombra que ese niño proyecte en el aula, en el sitio que ocupa en el mesabanco, comienza a fraguarse su futuro. Ustedes son los dueños de todo eso.

Me imagino, y espero que así sea, cuánto los emociona el pararse frente a un salón de niños que apenas están tomando su primera clase y los empiezan a orientar para que escriban, como se usaba en mi remoto tiempo de estudiante aquello de, ‘a ver, si ya saben escribir, pongan la fecha de este día y su nombre´.

Creo que la fecha escrita por primera vez y el nombre escrito por primera vez son los dos carriles por los cuales empieza a transitar el vehículo del conocimiento que los conduce a la libertad, y si no, por lo menos los acerca a la palabra, esa palabra li-ber-tad, hecha de tres sílabas donde comienza, no sé, el vuelo del espíritu.

Quiero insistir en que mi oficio de escritora y periodista ha sido posible gracias a que alguien me enseñó aquella mañana a ensartar las letras, que mi padre me había enseñado primero que nadie por supuesto, y a escribir una fecha y mi nombre.

Ahí comenzó mi historia, una historia que se ha multiplicado gracias a que pude cumplir un sueño y, algo que agradezco a mis maestros, sobre todo a los primeros, es que no se hayan burlado de ese anhelo. Cuando el primer día de clases nos empezaron a preguntar ‘tú de dónde vienes, quién eres, qué quieres ser’, yo quería contar historias; porque no se me ocurrió decirlo de otra manera, mi maestra no se rió ni lo tomó a broma, ni mis compañeros se burlaron, simplemente me dijo: ‘Huy, contar historias, no pues para eso se necesita saber muchas palabras´.

Yo no sé cuantas palabras sé, ni si para contar una historia se requieren todas, pero creo que podría contar una diaria si tuviera en mi mesa y en la punta de esta pluma, una de las palabras que digo con más emoción y respeto: maestro muchas gracias.

*Periodista y escritora. Mensaje pronunciado en el marco del 119 aniversario de la Benemérita Escuela Nacional de Maestros.

 

Año 4 Num. 46 Fecha de publicación: Marzo de 2006

 


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